–No no lo son. Pero
cuando uno se adentra demasiado en el ciberespacio –replicó José–
se olvida del mundo real.
–¿Y qué? –protestó
la rusa– Es su problema.
–Lo es –aceptó
Nadia–. Al menos en vuestro país donde dejáis morir a la gente en
las calles, sin asistencia médica, después de pasar al sistema
estadounidense. Pero en Europa, al menos en la Unión, también es
problema del estado.
–Muchos de esos
procesos, de los programas que nos muestran el ciberespacio, se basan
en inteligencias artificiales. Ellas –explicó Sanz– filtran los
virus y evitan el colapso del sistema.
–Pues entonces solo
hay que hacer que ellas tiren a la gente periódicamente del
ciberespacio –intervino Robert.
–No es tan fácil. La
mayoría son propiedad de entidades externas: compañías
telefónicas, corporaciones industriales, universidades...
–Se les puede imponer
–replicó el militar.
–Lo dudo mucho –objetó
la polaca– ahora ya no estamos en los tiempos del PUE, cuando la
Unión era todopoderosa.
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